Haroldo

Publicado: 24 marzo, 2010 en cabreadas, notables, recopilados

Como un león

 

Todas las mañanas me despierta la sirena de la ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido atraviesa la villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por fin se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido, «Levántate y camina como un león». No sé dónde escuché eso, porque a mí no se me hubiera ocurrido, tal vez en la tele, tal vez a un pastor de la escuela del Ejército de Salvación, pero eso es lo que me digo cada mañana y para mí tiene su sentido. «Levántate y camina como un león.»

La vieja me pregunta siempre en qué diablos estoy pen­sando. La pobre vieja lo pregunta porque en realidad cree que no pienso en nada. Sin embargo siempre tengo la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos. Estoy seguro de que si la vieja supiera lo que pienso realmente se caería de espaldas. Digo esto, justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza, porque a nadie que me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la mollera. Sin embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo pelagatos que era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a quien escuché algo semejante.

A veces, como ahora, me despierto un poco antes de que suene la sirena. Tendido en la cama, con la cabeza metida en la oscuridad, me parece como que estuviera sobre una balsa aban­donado hace tiempo en medio del mar. Entonces pienso en todas las cosas de la vida. Como si estuviera muerto o bien a punto de nacer. Aunque en cualquiera de estos casos no pensa­ría nada, se entiende, pero quiero decir como si estuviera a un lado del camino, no en el camino mismo, y desde allí viera mejor las cosas. O por lo menos lo que vale la pena que uno vea.

Mi madre se acaba de levantar y se mueve en la penumbra de la cocina. Desde aquí veo su rostro flaco y descolorido ilu­minado por la llamita zumbadora del calentador. Parece el único ser vivo en toda la Tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada más que una cabeza loca que cuelga en la oscuridad.

Pienso en mi hermano, por ejemplo. Hace un par de meses que lo mataron. El botón vino y dijo con esa cara de hijo de puta que ponen en todos los casos, que había tenido un accidente. El accidente fue que lo molieron a palos. Fuimos en el patrullero mi madre y yo hasta la 46a y allí estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una sábana que lo cubría de la cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su cara, nada más que su cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario. No solté una lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano. En realidad, no creo que haya muerto.

 Mi hermano estaba tan lleno de vida que no creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería que aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca más, lo cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre. Acaso más. Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento y hasta lo veo y las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice eso de que me levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras suenan dentro de mi cabeza pero es mi hermano el que las dice.

También pienso en el viejo pero con menos frecuencia. También él está muerto. Mejor dicho, él sí que está muerto. Si lo veo alguna vez apenas es un rostro borroso y melancólico que se inclina sobre mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me pregunta, como la vieja, en qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra forma, con una sonrisa blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi padre fue un vago, no cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas andarían mucho mejor si la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre se tuvo que romper el lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen un lugar en la vida y hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre jamás se propusiera enseñamos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por mucho tiempo fue la única que pareció comprender­lo.

Si me olvido de mi padre, es decir, si nunca alcanzo a verlo de cuerpo entero y menos vivo e intenso como a mi hermano, sin embargo hay algo de él en cada cosa que me rodea, en toda esa roñosa vida, como la llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan a ver es justamente porque allí está mi padre. Yo no sé qué pensarán los otros, digo los miles de tipos que viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen y maldicen en medio de todo este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio por ninguno de esos malditos gallineros que se apretu­jan a lo lejos y trepan hasta los cielos del otro lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo menos. Ésta es una tierra de hombres, con la sangre que empuja debajo de su piel. No hay lugar para los muertos, ni siquiera para los botones. Y cuando a veces me trepo al techo de algún vagón abandonado y desde allí contemplo toda esa vida que se mueve entre las paredes abolla­das de las casillas o los potreros pelados o las calles resecas me parece que contemplo una fiesta. Los trenes zumban a un lado Con toda esa gente borrosa pegada a las ventanillas, los coches y tos barcos corren y resoplan del otro, los aviones del aeroparque  barrenan el cielo con sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea sobre el río, un chico remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo del viento y en medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí está mi padre. En todo eso.

La vieja se vuelve y mira hacia la oscuridad donde estoy acurrucado. Entonces veo sólo su sombra como si mi madre se borrara y quedase nada más que un hueco. Ella piensa que estoy dormido y trata de que aproveche todo el tiempo.

Hay veces que no pienso en nada y la miro a ella simple­mente porque es la única manera de ver a mi madre. Está sola en el mundo. Mi padre se fue primero, luego mi hermano y un día u otro me tocará a mí. Ella lo sabe.

Otras veces pienso en los muchachos. Tulio, el Negro, Pascualito. Caminan delante de mí, sobre las vías. Gritan y se empujan, aunque no escucho nada. Sus caras mugrientas brillan debajo de la luz pero yo estoy en las sombras y cuando quiero hablarles se alejan velozmente. Flotan en el aire como globos y se alejan. Trato de pensar en cada uno por separado y entonces parecen otros tipos.

El hermano de Tulio era amigo de mi hermano y aquella noche se salvó por un pelo. Mejor dicho, por un montón de ellos porque estaba con la Beba en una casilla del barrio Inmigrantes. Así y todo, atareado como estaba, los sintió venir, los olió más bien, saltó por la ventana y se perdió en la noche. Después que se fueron, lo buscamos con el Tulio. Estaba metido en la caldera de una vieja Caprotti arrumbada en un desvío del San Martín. El Tulio le llevó un paquete con comida y los pantalones que había dejado en la casilla. Él preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas sobre la puta vida que retumbaron en el vientre de la Caprotti. Después desapareció de la villa. Hace unos meses de esto.

Bueno, es así como se marchan todos. Un día u otro. De cualquier manera, por uno que se va hay otro que llega. Las villas cambian y se renuevan continuamente. Son algo más que un montón de latas. Son algo vivo, quiero decir. Como un animal, como un árbol, como el río, ese viejo y taciturno león. Como el león, justamente. Lo siento en mi cuerpo que crece y se dilata en las sombras y de pronto es toda la gente de las villas, toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ella el resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar para adelante.

Mi madre abre las puertas. Mi madre y las cosas aparecen cubiertas de ceniza. La propia llama del calentador se opaca y destiñe. Es el día.

—¡Lito!… ¡Arriba, Lito!

Me levanto a los tumbos, no precisamente como un león, sino como un perro vagabundo al que le acaban de dar un puntapié en el trasero. Parado en medio del cuarto, con el pelo revuelto y la vejiga a punto de estallar, tiemblo y me sacudo hasta el último hueso.

La vieja me mira y antes de que abra la boca me empiezo a vestir. Cuando se le da por hablar no termina nunca. Yo sé cuándo está por hablar y además sé lo que va a decir. Por lo general, es inútil tratar de atajarla y creo que, después de todo, eso le hace bien. En realidad no me habla a mí ni a nadie en particular sino que simplemente habla y habla. Y así parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda una música.

Un buen jarro de café de malta y un pedazo de galleta me devuelven la vida y la cabeza se me llena otra vez de ideas. Afuera los trenes pasan con más frecuencia y la casilla tiembla toda entera. Eso me alegra también. Me parece que en cualquier momento vamos a saltar por el aire y no sé por qué eso me alegra. Después me pongo el maldito guardapolvo, meto otro pedazo de galleta en la maldita cartera y me largo para la maldita escuela.

Las villas todavía están envueltas en la niebla y aquello parece el comienzo del mundo, cuando las cosas estaban por tomar su forma. Las casillas oscilan como globos, las luces brotan por los agujeros de las chapas como ramas encendidas, las ventanillas de los trenes puntean velozmente la penumbra, se estiran como goma de mascar y más allá se reducen a un punto sanguinolento, después de montarla curva. La cabina de señales del Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera y si uno no conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Un chorro de chispas y, un poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se desplazan lentamente siguien­do el perfil oscuro de una «catanguera».

Una luz roja cambia a verde y un número de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero sólo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.

Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero aliento del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en la noche.

El viejo del Tulio camina unos pasos más adelante con un paquete debajo del brazo. Trabaja en la dársena B con una grúa móvil de cinco toneladas. Sale al amanecer y vuelve casi de noche. El domingo, como no puede estar sin hacer nada, la muele a palos a la vieja. El Tulio se mantiene a distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la puerta y la cama. Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla y toma mate hasta que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra, ni siquiera cuando se enfurece.

Hay otros tipos que caminan en la misma dirección. Salen de las calles laterales y se juntan a la fila que marcha en silencio hacia el portón de entrada. Mientras tanto los grandes tipos duermen allá lejos en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se decidieran a quedarse en la villa así suenen todas las sirenas, del mundo a un mismo tiempo no sé qué sería de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar, construir, destruir, armar, desarmar, o tirar la manga y por fin robar con sus tiernas manitos de maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que piden de la vida es un pedazo de pan, una botella de vino y; que no se les cruce un botón en el camino.

Otra fila de chicos y mujeres hace cola frente a una de las canillas. Veo al Pascualito con un par de tachos en las manos.

Lo saludo.

El Pascualito lustra zapatos en Retiro, el Tulio vende diarios en una parada de Alem y el Negro junta trapos y botellas en las quemas y cuando llega el verano vende melones y sandías en la Costanera. A veces lo acompaño a las quemas y me gano unos pesos. Al Negro le gusta lo que hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo tiempo grita o canta sin parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos abriendo las  puertas de los coches en Retiro hasta que aparece un botón.

Hay muchas formas de ir tirando hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta que haga nada de eso. A cada rato me da una lata bárbara sobre el asunto. Quiere que termine la escuela, lo mismo que mi hermano, y aunque no entiendo muy bien el motivo no tengo más remedio que darles el gusto. La pobre vieja entretanto se rompe el lomo limpiando casas por hora. Eso me envenena las tripas porque mientras ella deja el alma yo estoy en la escuela calentando un banco.

El Negro pasa tirando del carrito con el gordo Lujan que es ,el cerebro del asunto, como se dice, y por lo tanto no tira del carrito sino que fuma y piensa en grandes cosas. Agacho la cabeza y me pego a las casillas porque me revienta que me vean con el guardapolvo y la cartera como un nene de mamá.

 La avenida está llena de camiones que esperan hace días para descargar en los silos. Las colas llegan hasta la villa y si no se meten adentro es porque no están seguros de salir enteros. El Beto tiró más de un año con un par de gomas Firestone 12.00-20, catorce telas de nylon, si bien se pasó cerca de un mes en la caldera de la Caprotti mientras los botones daban vuelta la villa de arriba abajo. Siempre que veo los camiones me acuerdo del Beto, es decir, que me acuerdo de él todos los días. No por las gomas, aunque me acuerdo de eso también, sino porque des­apareció de la villa en un Skania Vabis hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando salía del puerto y vaya uno a saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no es mala idea. Si no fuera por mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato.

Las chimeneas de la usina giran lentamente y cambian de lugar mientras uno camina. Son cinco en total pero nunca estoy seguro porque es difícil ver las cinco de una vez. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de árboles cubiertos de cenizas. Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga. No dudo, o por lo menos no discuto, lo cual además sería perfec­tamente inútil con la vieja, de que la escuela sea algo tan bueno como ella dice pero todavía dudo mucho menos de que yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera generalizo. A esta altura creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy seguro de que se sacaría un peso de encima, de los pocos que puede quitarse entre los muchos que le sobran, si alguna de estas mañanas no apareciera por allí. La gorda es la maestra. El primero o segundo día puso su manito sonrosada sobre mi cabeza de estopa y dijo que haría de mí un hombre de bien. Parecía estar convencida y a la vieja se le saltaron las lágrimas. Al mes ya no estaba tan segura y a la vieja se le volvieron a saltar las lágrimas, claro que por otro motivo. Esta vez le dijo, con otras preciosas palabras, se entiende, que yo era un dege­nerado. Eso quiso decir, en resumen.

La cosa saltó algún tiempo después, el día que la gorda me encontró espiando por el ventilador del baño de las maestras.

Por suerte no era yo el que estaba espiando en ese momento sino el Cabezón que, parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo lo que le daba. Al Cabezón lo echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la mejor parte. Desde entonces el tipo se da la gran vida y en cierta forma yo lo sigo teniendo sobre los hombros, sobre la misma cabeza diría yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño intencional.

Esa vuelta vino mi hermano. A él no se le saltaron las lágrimas, por supuesto, sino que escuchó en silencio y con palabras corteses dijo que se iba a ocupar del asunto. Estaba vestido como para impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante como la carrocería de un coche.

Era para verlo.

Después que la maestra terminó de hablar (creí que no paraba nunca) mi hermano saludó como un señor y luego, siempre con los mismos ademanes discretos, me llevó a un lado, entre los árboles. Allí me tomó por el cuello y me rompió los huesos con un dedo atravesado sobre los labios cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hizo, porque no podía poner mucha atención, pero cuando terminó no se le había movido un pelo.

Después que me sacudí el polvo me puso un brazo sobre les hombros y caminando juntos me empezó a hablar sobre la vida. Yo ni siquiera respiraba y le decía a todo que sí. Hablaba a un pastor o por lo menos como el viejo en sus mejores momentos. Su voz sonaba áspera y contenida, pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo que más recuerdo. Esperó a que me soplara los mocos y entonces me hizo prometer que iba a terminar la escuela así tardase mil años.

Yo lo miré brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía más remedio, pero de cualquier forma lo dije de corazón y es eso lo que cada mañana me trae hasta aquí. Cuando tengo ganas de pegar la vuelta, lo cual es un decir porque las tengo siempre, veo su rostro por delante y hasta escucho su voz.

— ¿Quedamos, Lito?

   Yo vuelvo a decir que sí con la cabeza y entro en la escuela.

Desde que lo mataron, porque eso fue, la gorda me trata algo mejor. En realidad no sabe qué hacer. Ella quería sacar de mí un hombre, pero aquí el hombre viene solo y en todo caso con un hermano así no necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué diablos entiende ella por un hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no creo que haya conocido a ninguno hasta que apareció mi hermano.

Trato de aprender lo que puedo pero la mayor parte del tiempo la cabeza se me vuela como un pájaro. Vuela y vuela, cada vez más alto, cada vez más lejos. No es para menos. La vida zumba y se sacude ahí afuera y yo estoy metido aquí dentro esperando el día que salga y salte sobre ella como mi hermano, es decir, como un león. Cada vez lo entiendo mejor.

En este momento veo a través de la ventana la trompa de la vieja Caprotti dormida sobre las vías y allá va mi cabeza.

Mi padre sintió siempre una gran admiración por esas moles de fierro. Vivía aquí mucho antes de que aparecieran las villas y creo que trabajó un tiempo en el ferrocarril. Nunca entendí esa manía del viejo, pero de cualquier manera terminé por cobrarle aprecio a toda esa chatarra. Supongo que él no las veía inútiles y ruinosas como yo las veo. En su cabeza soplaban y tiraban como en sus mejores tiempos. Muchas veces, sentados sobre una pila de durmientes, me habló de ellas así como yo pienso o hablo de mi hermano, del Baldo, de todos los que se fueron. Tal vez por ahí lo entienda. Así conocí la Caprotti, no este montón de fierro sino aquella soberbia máquina que com­petía con las famosas 2.000 del Central Argentino. La Garrat, con doble ténder y la caldera al centro, la Mikado, que no conocí y por lo tanto me parece más fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con verdadera emoción temblando todo entero como si la locomotora pasara en ese momento delante de él a cien por hora aventando trapos y papeles. Las 1.500, las «capu­chinas», las 100. A medida que hablaba el viejo iba levantando  presión y estoy convencido de que al último veía las máquinas verdaderamente.

Yo no veía nada por más que forzara la vista, pero me contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de imaginarme todo el ruido y la vida de aquellas viejas locomo­toras que corrían por su cabeza.

La maestra golpea con el puntero en el pizarrón y vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy pensando en otra cosa. Cuando llega el verano me parece que voy a estallar.

Nos largan a las cinco, que en este tiempo es casi de noche. Yo sigo al final de todos porque soy de los más altos, así que me la tengo que aguantar hasta lo último.

 Paciencia.  Apenas dejo la puerta entro a correr como un loco y antes de la cuadra los paso a todos. Los camiones siguen esperando en la cola y tal parece que no se hubieran movido en todo el día. Yo sé que se han movido, algunos se han ido, pero no creo que los demás les presten la misma atención.

Los coches van y vienen entre los camiones. Algunos pasan que se los lleva el diablo y así fue como lo reventaron al Tito. Recuerdo al Tito porque era mi amigo y además lo vi cuando lo levantaba por el aire un Fiat 1500, pero revientan uno por mes, cuanto menos. Los tipos se ponen nerviosos y hasta lloriquean, los que paran, pero entretanto los coches siguen corriendo como si tal cosa y al rato nadie se acuerda. Otros pasan tan despacio que uno puede seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y generalmente alguna fulana con las polleras arremangadas. Supongo que esto es saludable, pero de cual­quier forma todos los tipos parecen enfermos. Algunos nos miran con curiosidad y otros sonríen con tristeza. Nos tienen lástima, se ve, pero los que merecen toda la lástima del mundo son ellos y no creo que les alcance. No les envidio nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es algo que ellos no saben y mejor así porque si no se nos echarían encima.

Creo que el tipo aquel se dio cuenta. Precisamente fue por el tiempo que atropellaron al Tito. Había detenido el coche a un costado, no muy lejos del portón, y parecía dormido. Era un Peugeot nuevito con un par de retrovisores sobre el guardaba­rros que debían valer sus buenos pesos.

Estaba mirando el coche cuando el tipo pareció despertar y me sonrió tristemente, un poco más que los otros. También daba lástima un poco más que los otros. Era un tipo viejo y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara dentro. Luego me preguntó si quena subir y yo, naturalmente, le dije que sí. Digo natural­mente porque los coches me entusiasman tanto como las loco­motoras a mi viejo y si tuviera uno me llevaría todo por delante.

 Mi hermano apareció un día con un bote impresionante y nos llevó a dar una vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que vivía en esa época, al Beto. Fue un gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano, con la radio a todo lo que daba. En la Costanera lo puso a cien y después no quise mirar más. Los tipos de los coches nos amenazaban con los puños y gritaban cosas que no alcanzábamos a oír, aunque no hacía falta. Mi hermano no los miraba siquiera. Parecía más tranquilo que nunca y como si en realidad no estuviera con nosotros, con nadie en el mundo sino completamente solo sobre el camino a ciento veinte por hora. Me prometí entonces tener algún día un bote como ese. Es lo único que les envidio a esos tipos, pero ni con eso me cambiaría por ellos.

El tipo dio una vuelta por la Costanera y al rato yo me había olvidado de él. No veía nada más que aquel paisaje en llamas que corría y saltaba hacia atrás, corría y saltaba y mi corazón saltaba y corría también.

El tipo paró entre los árboles, frente al río, puso la radio muy bajo y después de suspirar un rato comenzó a hablar en un tono relamido sobre cosas que yo no entendí muy bien. Según parece era muy desdichado y la verdad que no tenía necesidad de decírmelo. Se había dado vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una desdicha muy particular porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo podía ser desgraciado por todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado la calle con las tripas vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones con un par de botones a remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara flaca y descolorida tan cerca de la mía que tenía que torcer la vista para mirarlo.

Yo trataba de mostrarme cortés porque, si he de decir la verdad, el pobre coso me daba lástima. Bueno, primero me apoyó sobre la pierna una de sus manos secas y chatas como espátulas. No vi nada de particular en eso aunque no estoy acostumbrado a tales tratos. Luego, sin dejar de quejar­se ni de suspirar, deslizó la mano hacia la bragueta y comenzó a frotarme delicadamente. Daba la impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que ni el propio tipo demostraba estar enterado de lo que hacía su mano.

Yo me quedé duro, lo cual es algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenía el pajarito firme y tirante como un resorte. Siempre ha­blando y suspirando el tipo me desabrochó la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura yo no sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acordé de mi hermano.

Cuando estoy confundido pienso en él porque si no me pierdo del todo y a partir de ahí se me ordenan las ideas. Me acordé de mi hermano, pues, y entonces vi aquel rostro en toda su mísera y desdichada soledad. Aparté al tipo de un empujón y salté del coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del otro lado de la calle y le hice un corte de manga. El pobre tipo me miraba tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me sonrió todavía, con la sonrisa más desgraciada del mundo. Entonces sentí una lástima negra. Hubiera querido sonreírle yo también, pero tal vez no lo habría entendido. Di media vuelta y me fui abrochándome la bragueta.

Son las cinco y media. La gente comienza a volver a casa. Las villas están envueltas en una luz somnolienta. Las chime­neas de la usina cuelgan en medio de una nube de humo que se aplana sobre el río. Los vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan con un resplandor polvoriento. Del otro lado, los trenes se evaporan en una mancha anaranjada que borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste. Grupos de mocosos chillan y corren en los baldíos junto a las vías.

A esta hora las villas lucen mejor que en cualquier otra. No sé cuánto duraré aquí, pero de quedarme quieto no cambiaría esto por nada del mundo. Ni la vieja ni los muchachos han vuelto todavía. Dejo la cartera y el guardapolvo que traigo arrollado debajo del brazo, agarro un pedazo de pan y doy una vuelta antes de que regresen.

El viejo del Tulio está sentado a la puerta de la casilla con los pantalones arremangados y el mate en la mano. Un avión del aeroparque pasa tronando sobre nuestras cabezas. Cruzo las vías y después de vagar un rato entre los galpones y las locomotoras abandonadas me siento sobre una pila de durmientes como lo hacía cuando estaba el viejo. Natu­ralmente, me acuerdo de él, y después del Tito o de cualquier otro y, por supuesto, de mi hermano. De todos los que se fueron. Es como si estuvieran aquí, a esta hora. Algunos me miran, otros me dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les respondo. Sé que tarde o temprano iré tras ellos. Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltaré al camino. Como un león.

 De HAROLDO CONTI en «Cuentos completos» (Ed. Emecé, 1994)

Escritor argentino detenido desaparecido por la dictadura genocida el 5 de mayo de 1976.

JUICIO Y CASTIGO A LOS CULPABLES.

 

Foto obtenida del archivo de El Ortiba.

 

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Publicado: 20 marzo, 2010 en alea jacta est, cavilaciones
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20/03/2010 01:19:11 a.m. Entente Enclenque – Wi… http://www.google.com.ar/search?hl=es&sour
ce=hp&q=entente+enclenque&meta=&aq=
;f&aqi=&aql=&oq=&gs_rfai=
 
 
Y no es la primera vez… Pocas personas escriben «e-mail», ¿sabés?.
 
 

Hiperclásica obsesión

Publicado: 11 marzo, 2010 en notables, recopilados

 

La mañana del tercer día amaneció clara y fresca, y una vez más el solitario guardián nocturno en la cofa de trinquete fue relevado por multitudes de vigías diurnos, que puntearon todos los palos y casi todas las vergas.

—¿La veis? —gritaba Ahab, pero la ballena todavía no estaba a la vista.

—Es su estela sin falta, sin embargo; pero sigamos esa estela, eso es todo. Eh, timonel; derecho, como vas y como ibas. ¡Qué delicioso día otra vez! Aunque fuera un mundo recién hecho, y hecho para glorieta de los ángeles, y esta mañana fuera la primera en que se les abriera de par en par, no podría haber alboreado un día más claro sobre el mundo. Aquí habrá materia para los pensamientos, si Ahab tuviera tiempo para pensar, pero Ahab no piensa nunca; solamente siente, siente, siente; eso ya le hormiguea bastante a un hombre mortal: pensar en audacia. Sólo Dios tiene ese derecho y privilegio. Pensar es, o debería ser, una frialdad y una calma; y nuestros pobres corazones laten, y nuestros pobres cerebros palpitan demasiado para eso. Y sin embargo, a veces he pensado que mi cerebro estaba muy tranquilo, en calma helada: este viejo cráneo se resquebraja así, como un vaso cuyo contenido se ha vuelto hielo, y lo rompe. Y sin embargo, este pelo crece ahora; en este momento crece, y el calor debe criarlo; pero no, es como esa especie de hierba común que crece en cualquier sitio, entre las grietas terrosas del hielo de Groenlandia o en la lava del Vesubio. Cómo lo agitan los vientos salvajes: lo azotan en torno a mí como los jirones desgarrados de las velas partidas azotan al barco zarandeado a que se agarran. Un viento vil que, sin duda, ha soplado antes por pasillos y celdas de cárcel, y salas de hospital, y las ha ventilado, y ahora viene soplando tan inocente como piel de cordero. ¡Fuera con él! Está manchado. Si yo fuera el viento, no soplaría más en el mundo miserable y perverso. Iría a gatas, no sé dónde, a una cueva, y me escurriría allí. Y sin embargo, ¡qué cosa noble y heroica, el viento! ¿Quién lo ha dominado jamás? En toda pelea él tiene el último y más amargo soplo. Corred contra él en justa, y no haréis sino pasar a través de él. ¡Ah! es un viento cobarde que hiere a hombres desnudos, pero no se yergue para recibir un solo golpe. Hasta Ahab es algo más valiente, algo más noble que eso. Ojalá el viento tuviera ahora un cuerpo; pero todas las cosas que más exasperan y ofenden al hombre, todas esas cosas son incorpóreas, aunque sólo incorpóreas como objetos, no como agentes. ¡Hay una diferencia muy especial, ah, muy maliciosa! Y sin embargo, vuelvo a decir, y ahora lo juro, que hay algo por completo glorioso y gracioso en el viento; en estos tibios alisios, al menos, que soplan continuos bajo claros cielos, con suavidad recia y firme y vigorosa; y no se desvían de su blanco, por más que den vuelta y viren, más viles, las corrientes del mar, y los más poderosos Mississippis de la tierra cambien y se desvíen, dudosos de dónde ir a parar al fin. .Y ¡por los Polos eternos! esos mismos alisios que tan derechamente empujan mi buen barco, esos alisios, o algo como ellos, ¡algo tan inalterable, y tan plenamente recio, hace avanzar con su soplo mi quilla! ¡A ello! ¡Eh, vigías! ¿Qué veis?

—Nada, capitán.

—¡Nada! ¡y es casi mediodía! ¡El doblón va pidiendo limosna!

—¡Mirad el sol! Sí, sí, así debe ser. Le he adelantado. ¿Cómo, he tomado mucho impulso? Sí, ahora ella me persigue; no yo a ella… eso está mal: podía haberlo sabido, además. ¡Tonto! los cables… los arpones que remolca. Sí, la he alcanzado esta noche. ¡Virad, virad!

¡Bajad todos, menos los vigías de turno! ¡A las bracas!

Con el rumbo que había llevado, el viento había quedado más o menos a popa del Pequod, de modo que ahora, al tomar rumbo en dirección opuesta, el barco así braceado navegó proa al viento volviendo a agitar la espuma de su propia estela blanca.

—A contraviento, ahora pone rumbo a la mandíbula abierta —murmuró Starbuck para sí, adujando sobre la batayola la braza mayor recién cazada—. Dios nos guarde, pero ya siento los huesos húmedos dentro de mí, y mi carne mojada por dentro. ¡Sospecho que desobedezco a mi Dios al obedecerle!

—¡Preparados para izarme! —gritó Ahab, avanzando hacia el cesto de cáñamo—. Pronto la encontraremos.

—Sí, sí, capitán —e inmediatamente Starbuck hizo lo que le pedía Ahab, y una vez más Ahab se balanceó en lo alto.

Pasó entonces toda una hora, batihojada hasta hacerse siglo. El propio tiempo entonces contenta largamente sus respiros con la punzante suspensión. Pero al fin, a unas tres cuartas a proa, a barlovento, Ahab volvió a avistar el chorro, y al momento, de las tres cofas subieron tres gritos como si las lenguas de fuego les hubieran dado voz.

—¡Frente a frente te encuentro, esta tercera vez, Moby Dick! ¡Eh, a cubierta! ¡Bracear más a ceñir; aguantarlo proa al viento! Todavía está muy lejos para arriar lanchas, Starbuck. ¡Las velas dan gualdrapazos! ¡Ponte detrás de ese timonel con un mazo en la mano! Eso, eso; navega deprisa, y tengo que bajar. Pero dejadme que eche a mi alrededor otra buena mirada al mar desde lo alto; hay tiempo para ello. Un espectáculo viejo, muy viejo; sí, y no ha cambiado en nada desde la primera vez que lo vi, siendo muchacho, en los cerros de arena de Nantucket. ¡El mismo, el mismo! El mismo para Noé que para mí. Hay un ligero chaparrón a sotavento. ¡Qué deliciosos sotaventos! Deben llevar a alguna parte; algo diferente de la tierra vulgar, más lleno de gracia que las palmeras. ¡A sotavento! La ballena blanca va para allá; mirad entonces a sotavento; mejor si es el cuarto más duro. Pero ¡adiós, adiós, viejo mastelero! ¿Qué es eso? ¿verde? Sí, hay diminutos musgos en esas grietas retorcidas. ¡No mancha semejante moho de humedad la cabeza de Ahab! Esa es la diferencia entre la vejez del hombre y de la materia. Pero sí, viejo mástil, los dos envejecemos juntos; sin embargo, estamos sanos de casco, ¿verdad, barco mío? Sí, con una pierna de menos, eso es todo. Por el Cielo, esta madera muerta aventaja en todos los sentidos a mi carne viva. No puedo compararme con ella; y he sabido de muchos barcos, hechos de árboles muertos, que superaban las vidas de hombres hechos de la materia más vital de padres vitales. ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Que todavía irá por delante de mí, mi piloto, y todavía se le ha de ver otra vez? Pero ¿dónde? ¿Tendré ojos en el fondo del mar, suponiendo que descienda esos escalones sin fin? Y toda la noche he navegado alejándome de él, dondequiera que se hundiese. Sí, sí, como tantos otros, dijiste terribles verdades en cuanto referentes a ti mismo, oh, Parsi; pero, hasta Ahab, aquí no ha llegado tu disparo. Adiós, mastelero: no pierdas de vista a la ballena, mientras yo me voy. Mañana hablaremos, no, esta noche, cuando la ballena blanca yazga aquí, atada por la cabeza y la cola.

Dio la orden y aún mirando a su alrededor, le bajaron sólidamente hasta cubierta a través del hendido aire azul.

En su momento, se arriaron las lanchas, pero Ahab, al erguirse en la popa de su embarcación, cerniéndose a punto de descender, hizo una señal con la mano al primer oficial —que sostenía en cubierta uno de los cables de los aparejos— y le hizo detenerse.

—¡Starbuck!

—¿Capitán?

—Por tercera vez, el barco de mi alma zarpa para este viaje, Starbuck.

—Sí, capitán, usted lo quiere así.

—Algunos barcos zarpan de sus puertos y luego desaparecen para siempre, Starbuck.

—Es verdad, capitán, amarguísima verdad.

—Algunos hombres mueren con la marea saliente, otros en bajamar, algunos en pleamar; y ahora me siento como una ola que es toda una sola cresta espumosa, Starbuck: soy viejo… dame la mano, hombre.

Sus manos se encontraron: sus ojos se pegaron, con las lágrimas de Starbuck por cola.

—¡Ah, mi capitán, mi capitán! Noble corazón… no vaya… ¡no vaya! Vea, es un hombre valiente el que llora; ¡qué grande, entonces, la agonía de su persuasión!

¡Arriad! —gritó Ahab, sacudiéndose de encima el brazo del primer oficial—. ¡Atención con los marineros!

Un momento después, la lancha remaba virando al pie de la popa.

—¡Los tiburones, los tiburones! —gritó una voz desde el tragaluz bajo de la cabina que había allí—: ¡Amo, mi amo, vuelve!

Pero Ahab no oyó nada, pues su propia voz estaba entonces gritando, y el barco siguió adelante saltando.

Sin embargo, la voz decía la verdad, pues apenas se había separado del barco, cuando multitudes de tiburones, al parecer subiendo de las oscuras aguas de debajo del casco, mordieron malignamente las palas de los remos, cada vez que se metían en el agua, y de ese modo acompañaron a la lancha con sus mordiscos. Es cosa que ocurre de modo nada insólito a las lanchas balleneras en esas aguas infestadas, como si los tiburones las siguieran del mismo modo previsor con que los buitres se ciernen en Oriente sobre las banderas de los regimientos que avanzan. Pero ésos eran los primeros tiburones que se habían observado en el Pequod desde la primera vez que se avistó la ballena blanca; y bien fuera porque los tripulantes de Ahab eran tales bárbaros de amarillo atigrado, y por consiguiente su carne era más perfumada para el sentido de los tiburones —cosa que a veces se sabe muy bien que les afecta—, o por lo que fuera, parecían seguir a aquella sola lancha sin molestar a las demás.

¡Corazón de acero templado! —murmuró Starbuck mirando sobre la borda, y siguiendo con los ojos a la lancha que se alejaba—: ¿puedes resonar aún audazmente ante esa visión? ¿Arriando tu quilla entre voraces tiburones, y seguido por ellos, con las bocas abiertas a la caza, y en este crítico tercer día? Pues cuando pasan tres días seguidos en una sola persecución continua e intensa, es seguro que el primero es la mañana, el segundo el mediodía, y el tercero el ocaso de ese asunto, acabe como acabe. ¡Ah, Dios mío!, ¿qué es lo que me atraviesa como un disparo, y me deja tan mortalmente tranquilo, fijo en la cima de un estremecimiento? Cosas futuras flotan ante mí, no sé cómo, se oscurece. ¡Mary, muchacha!, te desvaneces en pálidas glorias detrás de mí: ¡hijo!, me parece ver solamente tus ojos, que se han vuelto de un prodigioso azul. Los más extraños problemas de mi vida parecen aclararse, pero por en medio se ciernen nubes… ¿Llega el fin de mi viaje? Mis piernas se debilitan: como las del que ha caminado todo el día. Siente tu corazón… ¿sigue latiendo? ¡Muévete, Starbuck! ¡Destruye esto! ¡Muévete, muévete, habla en voz alta! ¡A ver, vigía! ¿Ves la mano de mi hijo en el cerro? Estoy loco… ¡eh, vigía!, no pierdas de vista a las lanchas… ¡fíjate bien en la ballena! ¡Eh, otra vez! ¡echa fuera a ese halcón! ¡mira cómo pica! Rompe el cataviento —(señalando a la bandera roja que ondeaba en la galleta del palo mayor)—. ¡Eh, se lo lleva! ¿Dónde está ahora el viejo? ¿Ves este espectáculo, oh, Ahab? ¡Tiembla, tiembla!

No habían llegado muy lejos las lanchas cuando, por una señal desde las cofas —un brazo señalando hacia abajo—, Ahab supo que la ballena se había sumergido, pero deseando estar cerca de ella en la próxima subida, siguió por su camino, un poco lateralmente desde la nave, mientras los tripulantes hechizados mantenían el más profundo silencio, en tanto que las olas, de frente, martillaban y martillaban contra la proa enfrentada.

¡Clavad, clavad vuestros clavos, olas! ¡Metedlos hasta el extremo de la cabeza! No hacéis más que golpear una cosa sin tapa, y para mí no puede haber ataúd ni coche fúnebre: ¡sólo el cáñamo puede matarme! ¡Ja, ja!

De repente, las aguas alrededor de ellos se hincharon lentamente en anchos círculos: luego se elevaron deprisa, como resbalando de lado desde una sumergida montaña de hielo que subiera velozmente a la superficie. Se oyó un sordo sonido profundo, un zumbido subterráneo, y luego todos contuvieron el aliento, al ver que, entorpecida con cables a rastras, arpones y lanzas, una vasta figura surgía del mar a lo largo, pero oblicuamente. Envuelta en un leve velo de niebla que caía, se cernió por un momento en el aire irisado, y luego cayó atrás, hundiéndose en lo profundo. Salpicadas a treinta pies de altura, las aguas centellearon por un momento como cúmulos de fuentes, y luego se rompieron y se hundieron en un chaparrón de copos, dejando los círculos de la superficie cremosa como leche nueva en torno de la mole marmórea de la ballena.

—¡Adelante! —gritó Ahab a los remeros, y las lanchas se dispararon al ataque, pero Moby Dick, enloquecido por los recientes arpones de ayer que la corroían, parecía poseído a la vez por todos los ángeles caídos del cielo. La ancha fila de tendones soldados que se extendían por su ancha frente blanca, bajo la piel transparente, parecía como entretejida, cuando, de cara, se acercó agitando la cola entre las lanchas, y una vez más las separó con sus sacudidas, haciendo caer los arpones y lanzas de las lanchas de los dos oficiales, pero dejando la de Ahab casi sin tocar.

Mientras Daggoo y Queequeg tapaban las tablas estropeadas, la ballena se apartó de ellos nadando, y, al volverse, mostró un costado entero, pasando rápidamente junto a ellos: en ese momento se elevó un vivo grito. Atado con varias cuerdas al lomo del pez, amarrado en las vueltas y vueltas con que, durante la pasada noche, la ballena había enrollado los enredos de los cables a su alrededor, se veía el cuerpo medio destrozado del Parsi, con su oscuro ropaje hecho jirones y sus ojos distendidos volviéndose de lleno hacia Ahab.

El arpón se le cayó de la mano.

¡Engañado, engañado! —lanzando un largo respiro afanoso—. ¡Sí, Parsi! Te veo otra vez. Sí, y tú vas por delante, y ése, ése es entonces el coche fúnebre que prometiste. Pero te sigo hasta la última letra de tu palabra. ¿Dónde está el segundo coche fúnebre?

¡Fuera, oficiales, al barco! Estas lanchas ahora no sirven para nada: reparadlas, si podéis, a tiempo, y volved conmigo; si no, Ahab es suficiente para morir… ¡Quietos, marineros! Al primero que pretenda saltar de esta lancha, lo arponeo. No sois otros marineros, sino mis brazos y mis piernas, de modo que obedecedme. ¿Dónde está la ballena? ¿Ha vuelto a bajar?

Pero miraba demasiado cerca de la lancha, pues, como si estuviera empeñado en escapar con el cadáver que llevaba, y como si el sitio preciso de su último encuentro hubiera sido sólo una etapa en su viaje a sotavento, Moby Dick seguía ahora nadando de firme hacia adelante; y casi había adelantado al barco, que hasta entonces había navegado en dirección contraria a él, aunque por el momento había detenido su avance. Parecía nadar con su mayor rapidez, y pretender ahora sólo escapar por su camino más derecho al mar.

—¡Ah, Ahab! —gritó Starbuck—, no es demasiado tarde, incluso ahora, el tercer día, para desistir. ¡Mira! Moby Dick no te busca. ¡Eres tú, eres tú el que locamente la buscas!

Poniendo vela al viento que se levantaba, la solitaria lancha era rápidamente impulsada a sotavento por remos y lona. Y al fin, cuando Ahab se deslizaba junto al barco, tan cerca como para distinguir la cara de Starbuck asomado al pasamano, le gritó que diera la vuelta al barco, y le siguiera, sin demasiada rapidez, con un intervalo juicioso. Al mirar arriba, vio a Tashtego, Queequeg y Daggoo subiendo ansiosamente a las tres cofas, mientras los remeros se balanceaban en las dos lanchas desfondadas que acababan de izarse al costado y se ocupaban en repararlas. Al pasar rápidamente, también observó fugazmente, uno tras otro, a Stubb y Flask, ocupados en cubierta entre haces de nuevos arpones y lanzas. Al ver todo esto, al oír los martilleos en las lanchas rotas, otros martillos muy diversos parecieron meter un clavo en su corazón. Pero se dominó. Y entonces, observando el lugar donde había desaparecido el catavientos o bandera del mastelero del palo mayor, gritó a Tashtego, que acababa de llegar a esa altura, que bajara otra vez a buscar otra bandera, y clavos y martillo para sujetarla al palo.

Quizás extenuado por los tres días de persecución a la carrera y por la resistencia a su avance en el enredo anudado que arrastraba, o quizá por alguna oculta malicia y engaño que había en él, fuera por lo que fuera, la marcha de Moby Dick empezaba a menguar, según parecía, por el rápido acercamiento de la lancha, una vez más, aunque, desde luego, la ventaja del cetáceo no había sido en esta ocasión tan larga como antes. Y todavía, mientras Ahab se deslizaba sobre las olas, los inexorables tiburones le seguían acompañados, y se pegaban tan pertinazmente a la lancha, y mordían tan continuamente los remos al sumergirse, que las palas quedaban melladas y aplastadas, y dejaban pequeñas astillas en el mar casi a cada zambullida.

—¡No les hagáis caso! Esos dientes no hacen más que de nuevos toletes para vuestros remos. ¡Seguid remando! Es mejor apoyo la mandíbula del tiburón que el agua que cede.

—¡Pero a cada mordisco, capitán, las palas se hacen más pequeñas!

—¡Durarán de sobra! ¡Seguid remando! Pero ¿quién puede decir —murmuró— si estos tiburones nadan para hacer festín con la ballena o con Ahab? Pero ¡seguid remando! Sí, todos vivos ahora… nos acercamos a ella. ¡La caña, tomad la caña! Dejadme pasar —y, diciendo así, dos de los remeros le ayudaron a adelantarse a la proa de la lancha aún en pleno avance.

Al fin, cuando la embarcación llegó a un costado y pasó corriendo junto al flanco de la ballena blanca, ésta pareció extrañamente olvidada de su avance —como hacen a veces las ballenas—, y Ahab llegó ya dentro de la humosa niebla montañosa, que lanzada por el chorro de la ballena, se rizaba en torno a su gran joroba de Monadnock; y al estar muy cerca de ella, con el cuerpo arqueado hacia atrás y los dos brazos elevados a todo lo largo para blandirlo, disparó el feroz arpón y su maldición aún más feroz a la odiada ballena. Al hundirse en su agujero arpón y maldición, como absorbido en una ciénaga, Moby Dick se retorció de lado; agitó espasmódicamente su flanco cercano contra la proa, y, sin abrir en ella un agujero, volcó tan de repente la lancha, que de no ser por la parte elevada de la regala a que se agarraba, Ahab hubiera sido lanzado una vez más al mar. De todos modos, tres de los remeros, y por tanto no estaban preparados para sus efectos, fueron lanzados fuera, pero cayeron de tal modo que, en un momento dos de ellos volvieron a agarrarse a la regala, y, subiendo a su nivel con la cresta de una ola, se volvieron a meter enteros a bordo, mientras el tercer marinero quedaba inerme a popa, aunque todavía a flote y nadando.

Casi simultáneamente, con una poderosa volición de rapidez instantánea y sin grados, la ballena blanca se disparó a través del mar en tumulto. Pero cuando Ahab gritó al timonel que diera más vueltas a la estacha y la sujetó así, y mandó a los tripulantes que dieran vuelta en sus bancadas para llevar a remolque la lancha hasta su blanco, ¡en ese momento, la traidora estacha sintió ese doble esfuerzo de tensión, y se partió en el aire vacío!

—¿Qué se rompe en mí? ¡Algún tendón se quiebra! Otra vez estoy bien. ¡Remos, remos! ¡Adelante contra ella!

Al oír el tremendo empujón de la lancha que surcaba el agua, la ballena dio la vuelta para presentarle como defensa su frente lisa, pero en ese giro, observando el casco negro del barco que se acercaba, y al parecer viendo en él la fuente de todas sus persecuciones, o quizá considerándolo un enemigo mayor y más noble, de repente se lanzó contra su proa que avanzaba, a la vez que chascaba las mandíbulas entre feroces chaparrones de espuma.

Ahab se tambaleó y se golpeó la frente con la mano.

—Me quedo ciego. ¡Manos, alargaos ante mí para poder seguir avanzando a tientas! ¿Es de noche?

—¡La ballena! ¡El barco! —gritaron los remeros, abrumados.

¡Remos, remos! ¡Haz una ladera bajando a tus profundidades, oh, mar, para que, antes que sea demasiado tarde para siempre, Ahab pueda deslizarse por esta última, última vez hacia su blanco! ¡Adelante, muchachos! ¿No queréis salvar mi barco?

Pero cuando los remeros forzaron violentamente la lancha a través de las olas que golpeaban como martillos, los extremos de proa de dos tablas, ya rotas por la ballena, reventaron, y casi en un instante, la lancha temporalmente inutilizada quedó al nivel de las olas, con sus tripulantes, medio sumergidos y salpicantes, intentando difícilmente tapar la vía de agua y achicar la que entraba.

Mientras, en ese momento de observación, el martillo de Tashtego, en el mastelero, quedó suspenso en su mano, y la bandera roja, medio envolviéndole como en un capote, se extendió recta y ondeó desde él, como su propio corazón, fluyendo hacia delante, en tanto que Starbuck y Stubb, situados abajo, en el bauprés, vieron al mismo tiempo que él al monstruo que les acometía.

—¡La ballena, la ballena! ¡Caña a barlovento, caña a barlovento! ¡Ah, todas vosotras, dulces potestades del aire, abrazadme ahora estrechamente! Que no muera Starbuck, si ha de morir, en un desmayo de mujer. Caña a barlovento digo… ¡tontos, la mandíbula, la mandíbula! ¿Es ése el final de todas mis oraciones explosivas? ¿De todas mis fidelidades a lo largo de la vida? ¡Ah, Ahab, Ahab, mira tu obra! ¡Derecho, timonel, derecho! ¡No, no! ¡Caña a barlovento otra vez! ¡Se vuelve para venir contra nosotros! Ah, su inexorable frente avanza contra uno cuyo deber le dice que no puede marcharse. ¡Dios mío, ponte ahora a mi lado!

—No te pongas a mi lado, sino ponte debajo de mí, quienquiera que seas el que ahora quieras ayudar a Stubb, pues también Stubb está aquí sujeto; ¡y te hago muecas, ballena con muecas! ¿Quién ayudó jamás a Stubb, o mantuvo a Stubb en vela sino los propios ojos sin parpadeo de Stubb? Y ahora el pobre Stubb se acuesta en un colchón que es demasiado blando: ¡ojalá estuviera relleno de zarzas! ¡Te hago muecas, ballena con muecas! ¡Mirad, sol, luna y estrellas! Os llamo asesinos de un hombre tan bueno como jamás ha lanzado en chorro su espíritu. Con todo eso, ¡todavía chocaría con vosotros mi copa, con tal que me la alargarais! ¡Oh, oh, oh, oh! ¡oh, tú, ballena con muecas, pero pronto habrá exceso de tragar! ¿Por qué no huyes, Ahab? En cuanto a mí, fuera los zapatos y la chaqueta, y a ellos: ¡que Stubb muera en calzoncillos! Sin embargo, es una muerte muy mohosa y salada: ¡cerezas, cerezas, cerezas! ¡Oh, Flask, una sola cereza roja antes de que muramos!

—¿Cerezas? Sólo me gustaría que estuviéramos donde crecen. Ah, Stubb, espero que mi pobre madre haya cobrado mi parte de paga antes de ahora: si no, ahora le llegarán pocas monedas de cobre, porque se acabó el viaje.

Desde la proa del barco, casi todos los marineros ahora estaban suspensos e inactivos, con martillos, trozos de tabla, lanzas y arpones maquinalmente sujetos en la mano, tal como se habían separado de sus diversas ocupaciones: con todas sus absortas miradas fijas en la ballena, que, moviendo de un lado a otro su cabeza predestinadora, lanzaba por delante en su avance una ancha banda de espuma semicircular extendida. Retribución, rápida venganza, malicia eterna había en todo su aspecto, y, a pesar de todo lo que pudo hacer el hombre mortal, el sólido contrafuerte blanco de su frente golpeó la proa del barco a estribor, hasta que temblaron hombres y tablas. Algunos cayeron de bruces. Como galletas de mástil arrancadas, las cabezas de los arponeros vigías oscilaron en sus cuellos taurinos. A través de la brecha, oyeron entrar el agua, como torrentes de montaña cayendo a un barranco.

—¡El barco! ¡El coche fúnebre! —gritó Ahab desde la lancha—: ¡su madera sólo podía ser americana!

Sumergiéndose bajo el barco zozobrante, la ballena corrió bajo la quilla y la hizo estremecer, pero, después de girar bajo el agua, volvió a surgir rápidamente a la superficie, lejos del otro lado de la proa, pero a pocos pasos de la lancha de Ahab, donde, por algún tiempo, se quedó quieta.

—Vuelvo la espalda al sol. ¡Eh, Tashtego! Hazme oír tu martillo. ¡Ah, esos tres inexpugnados campanarios míos; quilla sin quebrar; casco sólo herido por los dioses; firme cubierta y altanero timón, proa apuntada al polo; barco glorioso en la muerte! ¿Has de perecer entonces, y sin mí? ¿Estoy separado del último orgullo afectuoso de los más bajos capitanes naufragados? ¡Ah, muerte solitaria para vida solitaria! ¡Ah, ahora siento mi supremo dolor! ¡Ah, ah, desde vuestros más lejanos confines, venid ahora a verteros, osadas olas de toda mi vida pasada, y amontonaos en esta gran oleada reunida de mi muerte! Hacia ti bogo, ballena omnidestructora, pero invencible; al fin lucho contigo; desde el corazón del infierno te hiero; por odio te escupo mi último aliento. ¡Húndanse todos los ataúdes y todos los coches fúnebres en un charco común! Y puesto que ninguno ha de ser para mí, ¡vaya yo a remolque en trozos, sin dejar de perseguirte, aunque atado a ti, ballena maldita! ¡Así entrego la lanza!

Se disparó el arpón: la ballena herida voló hacia delante; con velocidad inflamadora, la estacha corrió por el surco, y se enredó.

Ahab se agachó para desenredarla, y lo logró, pero el lazo al vuelo le dio vuelta al cuello, y sin voz, igual que los silenciosos turcos estrangulan a sus víctimas, salió disparado de la lancha, antes que los tripulantes supieran que se había ido. Un momento después, la pesada gaza en el extremo final de la estacha salía volando de latina vacía, derribaba a un remero, e, hiriendo el mar, desaparecía en sus profundidades.

Por un momento, los pasmados tripulantes de la lancha quedaron inmóviles, y luego se volvieron:

—¿Y el barco? ¡Gran Dios! ¿dónde está el barco?

Pronto, a través de una confusa y enloquecedora niebla vieron su escorado fantasma que se desvanecía, como en la gaseosa fata morgana, sólo con los extremos de los mástiles fuera del agua, mientras, clavados por infatuación, o fidelidad, o fatalidad, a sus nidos, antes elevados, los arponeros paganos seguían manteniendo sus vigilancias, sumergiéndose, sobre el mar. Y entonces, círculos concéntricos envolvieron a la propia lancha solitaria, y a todos sus tripulantes, y a todo remo flotante, y a toda asta de lanza; y haciendo girar todos, con cosas animadas e inanimadas, alrededor de un solo torbellino, se llevaron de la vista hasta la más pequeña astilla del Pequod.

Pero mientras las últimas sumersiones caían entremezcladas sobre la hundida cabeza del indio en la cofa, dejando aún visibles unas pocas pulgadas del palo erguido, junto con largas yardas ondeantes de la bandera, que se mecía tranquilamente, con irónica coincidencia, sobre las destructoras olas que casi tocaba; en ese instante, un brazo rojo se echó atrás con un martillo levantado en el aire, en ademán de clavar más firme la bandera al palo que se desvanecía. Un halcón del cielo que había seguido burlonamente la galleta del palo mayor, bajando desde su hogar natural entre las estrellas, picó la bandera e incomodó allí a Tashtego: por casualidad, ese pájaro interpuso su ancha ala móvil entre el martillo y la madera, y, sintiendo, abajo, en su estertor de muerte, plantó allí su martillo como helado; y así el pájaro del cielo, con gritos arcangélicos, y con su pico imperial vuelto hacia arriba, y toda su forma cautiva envuelta en la bandera de Ahab, se hundió con el barco, que, como Satán, no quiso bajar al infierno hasta haber arrastrado consigo una parte viva del cielo, poniéndosela por casco.

Entonces, pequeñas aves volaron gritando sobre el abismo aún entreabierto; una tétrica rompiente blanca chocó contra sus bordes abruptos; después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años.

 

Fragmento de «Moby Dick»

Herman Melville

 

 

 

Otra vez

Publicado: 13 febrero, 2010 en musiqueros, recopilados

Papá cuéntame otra vez ese cuento tan bonito
de gendarmes y fascistas, y estudiantes con flequillo,
y dulce guerrilla urbana en pantalones de campana,
y canciones de los Rolling, y niñas en minifalda.

Papá cuéntame otra vez todo lo que os divertisteis
estropeando la vejez a oxidados dictadores,
y cómo cantaste Al Vent y ocupasteis la Sorbona
en aquel mayo francés en los días de vino y rosas.

Papá cuéntame otra vez esa historia tan bonita
de aquel guerrillero loco que mataron en Bolivia,
y cuyo fusil ya nadie se atrevió a tomar de nuevo,
y como desde aquel día todo parece más feo.

Papá cuéntame otra vez que tras tanta barricada
y tras tanto puño en alto y tanta sangre derramada,
al final de la partida no pudisteis hacer nada,
y bajo los adoquines no había arena de playa.

Fue muy dura la derrota: todo lo que se soñaba
se pudrió en los rincones, se cubrió de telarañas,
y ya nadie canta Al Vent, ya no hay locos ya no hay parias,
pero tiene que llover aún sigue sucia la plaza.

Queda lejos aquel mayo, queda lejos Saint Denis,
que lejos queda Jean Paul Sartre, muy lejos aquel París,
sin embargo a veces pienso que al final todo dio igual:
las ostias siguen cayendo sobre quien habla de más.

Y siguen los mismos muertos podridos de crueldad.
Ahora mueren en Bosnia los que morían en Vietnam.
Ahora mueren en Bosnia los que morían en Vietnam.
Ahora mueren en Bosnia los que morían en Vietnam.

Papá cuéntame otra vez

Daniel e Ismael Serrano

 

simples cosas

Publicado: 13 febrero, 2010 en musiqueros, notables, recopilados

Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas,
lo mismo que un árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas.
Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas,
esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón.

Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida,
y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas.
Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.

Demórate aquí, en la luz mayor de este mediodía,
donde encontrarás con el pan al sol la mesa tendida.
Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.

Canción de las simples cosas

Armando Tejada GómezCésar Isella

 

 

Women in Art

Publicado: 1 diciembre, 2009 en notables
Maravilloso
 
 
 
 
Women in Art, by Philip Scott Johnson (2007)
 
La vidéo «Women in Art», réalisée par  Philip Scott Johnson, est une hymne impressionnante consacrée à l’histoire de l’art à travers l’image de la femme. La musique est celle de  Yo-Yo Ma jouant la Sarabande de la Suite pour Violoncelle n° 1 de Bach.
 
 
 
 
 
 

Bianual

Publicado: 10 octubre, 2009 en alea jacta est, cabreadas

Este no es un blog de abogacía, es cierto -ni quiero que lo sea-. Pero a raíz de la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual -¡al fin!!!- y la desafortunada intervención de la senadora Estenssoro en la aprobación en particular del artículo 47, señalando que el significado de “bianual” según la RAE es “que sucede dos veces al año”, los restos fósiles del grupejo monopólico del clarinete se empeñan en recalcar que la nueva Autoridad de Aplicación deberá proponer al Congreso “cada seis meses” la adecuación de las reglas sobre multiplicidad de licencias y no concurrencia.

Sería todo un detalle de buena fe –de la que carecen- que primero se informen y luego aclaren que, jurídicamente, el término “bianual” – v. gr. “presupuesto bianual”- ha sido interpretado históricamente por la jurisprudencia nacional como un plazo de dos años, más allá de lo que diga el Diccionario de la RAE, siendo que los términos legales no tienen por qué coincidir en su significado con los términos gramaticales.

Ejemplos de precedentes sobran y como soy una buena chica, voy a fundar lo que afirmo:

Tribunal: C. Civ. y Com. Córdoba,  2ª

Fecha: 14/05/2009

Partes: Orecchia, Sebastián G. s/ Quiebra propia simple

 “En mi opinión la razón central que milita a favor del mantenimiento del temperamento sentencial radica en que el pedido de desafectación del inmueble de propiedad del fallido y su cónyuge (8/7/2004 según certificado fs. 627) antes del fenecimiento del plazo bianual previsto por el art. 231, LCQ. (principiado el 12/6/2003), tuvo virtualidad suspensiva del plazo que el estatuto concursal previó para que tenga lugar la conclusión falencial.” (El artículo 231 al que se refiere el fallo dice en la parte pertinente: “Pasados dos (2) años desde la resolución que dispone la clausura del procedimiento, sin que se reabra, el juez puede disponer la conclusión del concurso.”). 

 

Tribunal: Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires

Fecha: 11/03/2009

Partes: Rosales, Alberto Oscar v. Provincia de Bs.As. Servicio Penitenciario s/ Daños y perjuicios

“Se impone el rechazo de la excepción de prescripción si el tiempo que transcurrió entre que el actor tuvo conocimiento de la irreversibilidad del cuadro psiquiátrico incapacitante y la promoción de la demanda no superó el plazo bianual establecido por el art. 4037 del Código Civil.”. El plazo al que hace referencia el fallo es de dos (2) años. 

 

Tribunal: C. Nac. Civ. y Com. Fed.,  sala 2ª

Fecha: 15/08/2008

Partes: FARMACIA ITURRE SCS Y OTRO v. OSTEE s/INCUMPLIMIENTO DEPRESTACION DE OBRA SOCIAL

“Es criterio asentado de esta Sala que en el art. 4032, inc. 4, del Código Civil se contempla la prescripción bianual respecto de las acciones por cobro de honorarios y derechos relacionados con ciertos servicios profesionales e intermediarios (jueces – árbitros, abogados y procuradores, agentes de negocios, escribanos, médicos, cirujanos, farmacéuticos, etc.), situándose en la modalidad comúnmente observada de relación personal entre el galeno y su paciente, el letrado y su cliente, el boticario y los vecinos adquirentes de medicamentos al fiado. Trata, pues, del nexo caracterizado por su individualidad y en general supuestos de actos aislados o de atención continua o reiterada de un enfermo o de varios integrantes de un mismo núcleo familiar (confr. E. A. SALAS-F. TRIGO REPRESAS, «Código Civil Anotado», t. III, p. 363; véase, respecto de los «agentes de negocios», J.J. LLAMBÍAS, «Tratado de Derecho Civil-Obligaciones», t. III, n° 2091, ps. 426/427 ).”.- El plazo al que se refiere el artículo citado por el fallo -4032 inc. 4 del Código Civil- es de dos (2) años.

 

Tribunal: Suprema Corte de Justicia de Mendoza,  Sala 2ª

Fecha: 15/11/2007

Partes: Mancera, Ignacia del Carmen y otras

“En efecto, según la jurisprudencia de esta sala 2ª recaída vgr. en LS 248-265; 328-37; 335-246; 345-129; 358-198; 358-204,el art. 256, LCT. debe interpretarse en concordancia con lo dispuesto por los arts. 3986, 4017 y concs., CCiv., a los efectos de determinar en el caso concreto si ha operado la prescripción liberatoria de las acciones laborales, teniendo en cuenta el plazo bianual establecido en las normas citadas y la intención de la parte de mantener vivo el proceso laboral antes de la expiración de dicho plazo, (conf. LS 382 fs. 69).” Nuevamente, los plazos que fijan los artículos citados, son de dos (2) años.

 

Tribunal: Juzg. Fed. Seguridad Social,  n. 9

Fecha: 16/11/2007

Partes: Furiasse, Alberto M. v. Administración Nacional de Seguridad Social -ANSeS-

“Debe aplicarse para el cómputo de las diferencias retroactivas eventualmente resultantes. El plazo de prescripción bianual establecido por el art. 82, ley 18037 -el cual conserva su vigencia en virtud de lo estatuido por el art. 168, ley 24241-, por lo tanto las mismas deberán calcularse a partir del 28/5/2002 (dos años previos a la fecha de presentación del reclamo administrativo en sede de la demandada, ocurrida el 28/5/2004).”

 

Tribunal: C. Nac. Cont. Adm. Fed.,  sala 2ª

Fecha: 20/02/2007

Partes: García Fernández, Agustín M. v. Estado Nacional

“No resultaba de aplicación la prescripción bianual para los casos de responsabilidad extracontractual del art. 4037 CCiv., sino la decenal del art. 4023 por tratarse de una acción personal por deuda exigible”. Otra vez, el plazo del primer artículo citado es de dos (2) años.

 

En este sentido, hay más de CUATROCIENTOS (400) fallos publicados.

 

¡Ay con la mafia del clarinete!… Se agarran de cualquier cosa por no soltar el hueso… En fin, me voy a seguir festejando la sanción de la nueva Ley de la Democracia.

 

 

silencio

Publicado: 4 octubre, 2009 en In memorian, musiqueros
 

Estoy tan triste Mamma, que no sé qué decirle…

 

 
 

Si no canto lo que siento
me voy a morir por dentro
he de gritarle a los vientos hasta reventar
aunque sólo quede tiempo en mi lugar
si quiero me toco el alma
pues mi carne ya no es nada
he de fusionar mi resto con el despertar
aunque se pudra mi boca por callar
ya lo estoy queriendo
ya me estoy volviendo
canción barro tal vez….
y es que esta es mi corteza
donde el hacha golpeará
donde el río secará para callar
ya me apuran los momentos
ya mi sien es un lamento
mi cerebro escupe ya el final del historial
del comienzo que tal vez reemprenderá
si quiero me toco el alma
pues mi carne ya no es nada
he de fusionar mi resto con el despertar
aunque se pudra mi boca por callar
ya lo estoy queriendo
ya me estoy volviendo canción
barro tal vez…
y es que esta es mi corteza
donde el hacha golpeará
donde el río secará para callar


«BARRO TAL VEZ«

Luis Alberto Spinetta

 

 

Michael Foucault

 

Fragmento de “Las palabras y las cosas; Siglo XXI Editores, S.A. de C.V., 1968, pág. 293/4.

  

Por último, la compensación final a la nivelación del lenguaje, la más importante, la más desatendida también, es la aparición de la literatura. De la literatura como tal, pues desde Dante, desde Homero, había existido en el mundo occidental una forma de lenguaje que ahora llamamos “literatura”. Pero la palabra es de fecha reciente, como también es reciente en nuestra cultura el aislamiento de un lenguaje particular cuya modalidad propia es ser “literario”. A principios del siglo XIX, en la época en la que el lenguaje se hundía en su espesor de objeto y se dejaba, de un cabo a otro, atravesar por un saber, se reconstituyó por lo demás, bajo una forma independiente, de difícil acceso, replegada sobre el enigma de su nacimiento y referida por completo al acto puro de escribir. La literatura es la impugnación de la filología (de la cual es, sin embargo, la figura gemela): remite el lenguaje de la gramática al poder desnudo de hablar y ahí encuentra el ser salvaje e imperioso de las palabras. Desde la rebelión romántica contra un discurso inmovilizado en su ceremonia, hasta el descubrimiento de Mallarmé de la palabra en su poder impotente, puede verse muy bien cuál fue la función de la literatura, en el siglo XIX, en relación con el modo de ser moderno del lenguaje. Sobre el fondo de este juego esencial, el resto es efecto: la literatura se distingue cada vez más del discurso de ideas y se encierra en una intransitividad radical; se separa de todos los valores que pudieron hacerla circular en la época clásica (el gusto, el placer, lo natural, lo verdadero) y hace nacer en su propio espacio todo aquello que puede asegurarle la denegación lúdica (lo escandaloso, lo feo, lo imposible); rompe con toda definición de “géneros” como formas ajustadas a un orden de representaciones y se convierte en pura y simple manifestación de un lenguaje que no tiene otra ley que afirmar —en contra de los otros discursos— su existencia escarpada; ahora no tiene otra cosa que hacer que recurvarse en un perpetuo regreso sobre sí misma, como si su discurso no pudiera tener como contenido más que decir su propia forma: se dirige a sí misma como subjetividad escribiente donde trata de recoger, en el movimiento que la hace nacer, la esencia de toda literatura; y así todos sus hilos convergen hacia el extremo más fino —particular, instantáneo y, sin embargo, absolutamente universal—, hacia el simple acto de escribir. En el momento en el que el lenguaje, como palabra esparcida, se convierte en objeto de conocimiento, he aquí que reaparece bajo una modalidad estrictamente opuesta: silenciosa, cauta deposición de la palabra sobre la blancura de un papel en el que no puede tener ni sonoridad ni  interlocutor, donde no hay otra cosa que decir que no sea ella misma, no hay otra cosa que hacer que centellear en el fulgor de su ser.

Decisiones

Publicado: 7 septiembre, 2009 en alea jacta est, cavilaciones, incinerarte
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There is a pleasure in the pathless woods,

There is a rapture on the lonely shore,

There is society, where none intrudes,

By the deep sea, and music in its roar:

I love not man the less, but Nature more,

From these our interviews, in which I steal

From all I may be, or have been before,

To mingle with the Universe, and feel

What I can ne’er express, yet cannot all conceal.

Lord Byron